El sufrimiento tiene un doble filo.
Por una parte, es la barrera a la que nos enfrentamos, la gran barrera que parece separarnos de la paz, o de la felicidad. El sufrimiento nos aliena, nos hace vernos separados del resto del mundo y del universo, y no nos damos cuenta de que somos uno con él.
Por otra parte, se me antoja últimamente más parecido a un camino. El sufrimiento es una especie de camino que todos tenemos que pisar antes o después. Ha sido una característica de la naturaleza humana desde que existimos como especie, y en estos tiempos parece más vigente que nunca.
Hemos superado la barrera de la supervivencia, pero parece que nuestra mente, que en un momento dado contribuía a ese fin, se ha terminado volviendo contra nosotros. No nos hemos dado cuenta de que habíamos terminado de sobrevivir y que podíamos simplemente dedicarnos a vivir. Ni siquiera somos conscientes de que vivimos.
La mayor parte de lo que sufrimos está generado por nosotros mismos. En última instancia, diría que todo el sufrimiento que nos causamos está generado por nosotros mismos. Esto nos presiona y nos empuja con intensidades variables, pero cuando se acentúa y estamos en medio de ese camino, empezamos a ser conscientes de que algo falla. Realmente algo falla con uno mismo, ese daño autoinflingido es demasiado inútil, demasiado estéril; solo crea el infierno, el verdadero infierno. Porque el infierno está en la tierra, pero también aquí está el cielo si queremos.
Cada vez que nos autocastigamos con el sufrimiento, nos acercamos más y más al final de ese camino. Cada vez es más fácil despertar, cada vez la tierra es más fértil para que esa semilla brote. Supongo que cuanto mayor es el calvario, mayores son las posibilidades de librarse de él. Paradójico pero cierto.
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